Hace mucho
tiempo, en un pequeño pueblo al norte de España, había una familia muy pobre,
que tenía tres hijos. Los dos hijos mayores malvivían del negocio familiar pero
para el pequeño de los tres no había trabajo; por lo que el joven decidió
buscarse la vida e ingresó como soldado en el ejército de Flandes. Durante muchos
años luchó contra otros países, vio morir a compañeros suyos y sufrió numerosas
heridas de guerra. Años más tarde, cuando la guerra por fin acabó, Leopoldo; así
es como se llamaba, volvió a la casa donde había pasado su infancia. Cuando llegó
encontró las cosas muy diferentes a como las había dejado. Sus padres habían muerto
y sus dos hermanos mayores, habían perdido mucho dinero y seguían malviviendo
del poco trabajo que aún quedaba en aquel pueblo. Cuando ambos vieron a su
hermano pequeño, le dijeron que allí no podía quedarse, que ya no había sitio
para él y mucho menos trabajo. Leopoldo era un joven valiente y heroico, había
vivido muchas calamidades y sufrimientos, por lo que, no le costaría una vez
más, emprender un nuevo viaje. Pasó la noche en casa de sus hermanos y a la
mañana siguiente, en cuanto el sol salió, cogió sus cosas y emprendió el
camino. Leopoldo paró en todos y cada uno de los pueblos por los que iba
pasando, para pedir trabajo, pero en ningún pueblo lo conseguía. Varios días
fue de pueblo en pueblo, sobreviviendo gracias a las ayudas de los más amables,
que de vez en cuando le daban agua, comida, ropa o incluso le dejaban asearse
en sus casas. Pero nada, no encontraba trabajo. Leopoldo no sabía que más
hacer, estaba desesperado, casado y triste; aunque nunca perdía la esperanza;
era un joven luchador y, a pesar de todo, sabía que superaría esa situación.
Una mañana, mientras
caminaba tal y como hacía todas las mañanas, Leopoldo llegó a un frondoso
bosque. Al principio le dio un poco de respeto cruzarlo, ya que aún el sol no
había salido del todo; pero finalmente se decidió a adentrarse en él. Después de
caminar unas cuantas horas, decidió sentarse a descansar. Leopoldo estaba
triste, su vida no era interesante, no tenía trabajo, ni casa ni familia;
estaba solo en el mundo. Leopoldo estuvo un buen rato lamentándose pero
finalmente, se levantó y retomo el camino. Al cabo de un rato caminando,
escuchó una voz detrás de él. Leopoldo se giró rápidamente pero no vio a nadie.
Siguió caminando, y unos pasos más hacia delante, volvió a escuchar la misma
voz; esta vez Leopoldo la ignoró y continuo andando. Pero de repente un ser
diminuto y brillante se dispuso ante él. Leopoldo sorprendido no podía dejar de
mirar a aquel pequeño ser. Era un hombrecillo, con cara simpática, con dos alas
blancas pequeñitas, con unas botas que le llegaban hasta sus diminutas
rodillas, con un abrigo verde y con una bolsa colgada al cuello. Aquel hombrecillo
revoloteaba enfrente de Leopoldo, sin decir palabra alguna y con una sonrisa de
oreja a oreja. Pasaron unos cuantos minutos y cuando Leopoldo recuperó la
compostura, pregunto a aquel hombrecillo que quien era y porque le seguía. Aquel
diminuto hombrecillo, se presentó como Trebolín, y explicó a Leopoldo que era
su “hombrecillo de la suerte”; todas las personas que actuaban bien en el mundo
y que eran consideras buenas personas tenía uno, por si en algún momento de sus
vidas, necesitaban ayuda. Trebolín estuvo meses observando a Leopoldo, viendo
como buscaba desesperadamente trabajo y cómo iba de ciudad en ciudad buscando
una nueva vida; por lo que decidió ayudarle. Pero aquella ayuda no iba a ser
tan fácil de conseguirla. A Trebolín no le gustaba regalar las cosas ni
utilizar su magia sin un sentido, por lo que Leopoldo debía de ganarse aquello
que Trebolín quería ofrecerle.
Leopoldo pregunto
a Trebolín que cual sería aquel negocio que debían hacer. Trebolín le dijo, si
superas la prueba que te voy a poner serás rico y dueño de tu vida, en cambio
si pierdes, te convertirás en el sirviente del rey de los hombrecillos de la
suerte, por lo que tu vida pasará a manos de otra persona. Leopoldo no quería
hacer ningún negocio con aquel hombrecillo, prefería seguir buscándose la vida;
pero el hombrecillo empezó a picarle:
- Yo he odio
por ahí que eres valiente y audaz, por lo que seguro que ganaras la prueba.
Leopoldo ante
esto respondía enfadado:
-Claro que soy
valiente y luchador, he sobrevivido a cientos de guerras y luchado con los ejercitos más temidos.
De repente, detrás de unos matorrales un oso enorme salto
y se abalanzó sobre Leopoldo, pero este sacó la escopeta que siempre llevaba
encima y mató a aquel oso. “Ves cómo eres valiente, seguro que no te será difícil
ganar la prueba que tengo para ti”, dijo Trebolín.
Finalmente Leopoldo
escuchó a Trebolín, total no tenía nada mejor que hacer. Trebolín le dijo:
-Tendrás todas
las riquezas que quieras, pero para ello deberás estar siete años, llevando la
piel del oso que has matado, mis ropajes mágicos verdes; de los cuales sacarás
siempre que quieras riquezas, no podrás cortarte el pelo, ni las uñas ni podrás
ducharte y además no podrás dormir dos días seguidos en un mismo sitio en esos
siete años. Cuando hayan pasado siete años, nos reencontraremos en este mismo
bosque y si has cumplido todo, me marcharé y dejaré que vivas tú vida siendo un
hombre rico; en cambio sí incumples alguna de estas condiciones, deberás servir
el resto de tu vida al rey de los “hombrecillos de la suerte”.
Trebolín picó
a Leopoldo durante un buen rato, pero finalmente Leopoldo cedió; y ese momento Trebolín
se esfumó como el humo y en ese momento Leopoldo sacó muchas monedas de sus
bolsillos. Desde ese momento lo primero que hizo fue guardar parte del dinero
en el banco y dentro de siete años volvería a por él para poder sobrevivir
muchos años más. Leopoldo era un hombre humilde, sereno pero sobretodo
generoso. Decidió ir dando dinero a aquellos que más lo necesitaban. Durante los
dos primeros años, Leopoldo llevó medio bien el no asearse ni cuidarse, ya que
seguía estando rodeado de gente y se sentía querido por su generosidad; pero a
medida que pasaban los años su aspecto iba siendo cada vez más y más
desagradable y a la gente ya no le gustaba estar cerca suya. Con el paso del
tiempo Leopoldo se iba sintiendo cada vez más y más solo. Por su aspecto nadie
quería tener trato con él y además no podía pasar dos noches en un mismo sitio,
lo que dificultaba tener contacto con otras personas y crear amistades.
Una noche,
seis años después de hacer aquel pacto con el “hombrecillo de la suerte”,
Leopoldo caminaba por un camino de arena en busca de un sitio en el que dormir,
cuando de repente se encontró con un hombre muy disgustado. Aquel hombre había
sufrido un accidente, su carro de caballos había perdido una rueda y tanto el
cómo el caballo estaban heridos. Leopoldo sin pensárselo dos veces acompañó al
hombre y a su caballo hasta la casa de este, y allí le dejó un puñado de dinero
con el que podría curar al caballo, comprarse un nuevo carro y arreglar su
casa, la cual se veía muy desmejorada. El hombre exhausto de emoción invitó a
Leopoldo a pasar la noche. A lo que Leopoldo respondió:
-Gracias por
la invitación buen hombre, es cierto que buscaba un sitio donde pasar la noche,
por lo tarto dormiré y a la mañana siguiente bien temprano seguiré mi camino.
Aquel hombre
tenía como familia a sus tres hijas, las dos mayores Catalina y Griselda y la
pequeña Monet. La joven Monet era la más bella, pero además la más simpática de
las hermana. Bien es cierto, que las dos hermanas mayores no querían tener ningún
trato con Leopoldo, debido al aspecto que este presentaba. Pero con Monet todo
fue distinto; conectaron y algo especial se creó entre ellos dos. El padre y
las hermanas mayores se fueron a dormir a medida que entraba la noche, pero
Monet y Leopoldo no se dieron ni cuenta, pues estaban inmersos en una
interesantísima conversación. Ella escuchaba todas las hazañas que él,
emocionado le contaba. Hacía mucho tiempo que Leopoldo no tenía una relación
tan cercana con nadie, y Monet estaba deseando vivir aventuras y conocer mundo.
Nunca se cansaba de escucharle. Cuando los primeros rayos de sol entraron por
la ventana, ahí seguían Monet y Leopoldo, cada vez más juntos, cada vez más a
gusto y con menos ganas de tener que separarse. Leopoldo le contó todo la su historia
con el “hombrecillo verde”, lo de los siete años y lo de las riquezas. Leopoldo
se había enamorado, nunca antes había conocido una chica así, amable, dulce,
humilde, bella y agradable. Sabía que ella sería el amor de su vida y no podría dejarla escapar, por lo que la declaró su amor:
-Dentro de un
año habré acabado esta prueba y seré libre, por lo que volveré a tener mi
aspecto normal, ya sabes que no puedo quedarme más de dos días en un mismo
sitio, por lo que dolorosamente debo seguir mi camino y separarme de ti. No sé
si sentirás lo mismo que siento yo, pero solo sé que quiero pasar el resto de
mi vida contigo. El año que viene volveré y tú decidirás si quieres casarte
conmigo y que formemos una vida juntos y para que sepas que soy yo el que viene
a por ti, te dejo la mitad de mi moneda de la suerte, la que me acompañó en
todas y cada una de las batalla en las que luché.
Monet, no
podía parar de llorar porque ella sentía lo mismo, pero el miedo se apoderaba
de ella no quería separarse de él y además temía por su vida durante este año. Pero
Monet y Leopoldo tenían algo en común y es que eran dos jóvenes valientes,
luchadores y que lo último que perdían era la esperanza; por lo que Monet le
dijo:
-Nunca he
querido tan fuerte a nadie. Sé que eres tú, me he enamorado y no te quiero
perder. Te esperaré un año y el tiempo que haga falta.
Ambos se
fundieron en un precioso abrazo y Leopoldo se marchó. Continuó su camino, ya
solo le quedaba un año pero fue el año más largo de toda su vida. Saber que
volvería a ver a Monet era lo que le mantenía vivo.
Finalmente llegó
el día, siete años había pasado desde aquel pacto con aquel pequeño
hombrecillo, y allí estaba nuevamente, en aquel frondoso bosque; cuando de
repente allí estaba, su “hombrecillo de la suerte”, con la misma sonrisa que
hace siete años, y le dijo a Leopoldo:
-Ves, lo has
logrado, has sobrevivido estos siete años, has sido valiente, generoso,
humilde, has ayudado a los demás sin esperar nada a cambio, y además has
conocido al amor de tu vida sin buscarlo. Leopoldo has sido durante siete años
el hombre más rico del mundo, y has podido comprobar en primera persona que el
dinero no da la felicidad y que a gente no te quiere por ser rico, sino por ser
buena persona. Tú solo has sido capaz de mejorar tu calidad de vida. Enhorabuena.
Has ganado esta prueba, por tanto es el momento de que me devuelvas mis ropajes
mágicos, y de que yo te devuelva el aspecto de hace siete años.
Leopoldo recuperó
su atractivo, sus ropas y lo poco que llevaba aquel día. Dio las gracias a
aquel “hombrecillo de la suerte” y rápidamente fue en busca de su amada. Dos días más
tarde, llegó a la casa donde vivía Monet. Leopoldo aseado, elegante y en un precioso
carruaje, llamó a la puerta y una hermosa joven abrió tímidamente la puerta;
Leopoldo estiro la mano cerrada, cogió la mano de Monet y soltó sobre ella la
mitad de su moneda. Monet le miró sorprendida, y con lágrimas en los ojos sacó
de su bolsillo la otra mitad de la moneda y añadió:
-Ha sido el
año más largo de mi vida, pero el más bonito a la vez porque sabía que tarde o
temprano tú, lo que más deseaba en el mundo, llamaría a mi puerta.